1. La preocupación.

La preocupación hace que el problema se convierta en un foco, en el cual se centra toda la atención. Cuando alguien está preocupado no puede dejar de pensar en la situación que está viviendo.

La preocupación es un enemigo que roba la paz, trae miedo, inseguridad y puede llegar a afectar la salud, tanto física como mental.

El mejor remedio para la preocupación se encuentra en Filipenses 4, 6, donde San Pablo nos dice:

No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias (Filipenses 4,6)

2. La culpa.

Cuando se ha cometido algún pecado, el sentimiento de culpa puede hacer que una persona pierda la paz y se aleje de Dios. Lo mejor que se puede hacer es confesar la falta y pedir perdón; una vez que pecador se arrepiente, Dios se encarga de perdonarlo y limpiarlo de su pecado.

«Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1Juan 1, 9).

3. La ansiedad.

Cuando alguien pasa por un problema, el deseo por resolver la situación puede generarle mucha ansiedad; una persona ansiosa siente angustia y se desespera por tomar el control de la situación.

El Señor tiene una palabra para todos los que están ansiosos:

«Depositen en Él toda ansiedad, porque Él cuida de ustedes» (1Pedro 5, 7).

4. El miedo.

El temor suele ser uno de los principales enemigos de la paz; genera inseguridad y se convierte en un obstáculo para la fe. La única forma de enfrentar el temor es con ayuda de la Palabra de Dios.

El día en que temo, en ti confío.

En Dios, cuya palabra alabo, en Dios confío y ya no temo, ¿qué puede hacerme un ser de carne? (Salmo 56, 3).

5. La incredulidad.

Sin fe no hay paz; es por ello que en medio de una situación adversa, puede faltar todo menos la fe.

La fe es la única garantía de tener paz porque reafirma la confianza y la seguridad de que Dios va obrar en medio del problema.

«E inmediatamente el padre del muchacho clamó y dijo: Creo; ayuda mi incredulidad» (Marcos 9, 24).

En esos momentos, cuando llega la incredulidad, Dios es el único que puede ayudarle a confiar.

«Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Filipenses 4, 7).