
¿Acaso se trata de un roblema del pasado,
que no tiene nada que ver con la situación actual?
Simón el mago
Practicaba la magia y dejaba atónitos a todos por los prodigios que realizaba. Al escuchar la predicación del diácono Felipe, se convirtió y se hizo bautizar. No se apartaba de él, a causa de los signos y milagros, que acompañaban su predicación. Posiblemente quería descubrir el «secreto», que le permitía realizar los prodigios.
Por fin se decidió a dar el paso. Visto que con la imposición de las manos, que hacían Pedro y Juan, bajaba el Espíritu Santo, les ofreció dinero, pidiéndoles que les diera el mismo poder: que descendiera el Espíritu Santo a quienes él impusiera las manos.
Contrariamente a lo esperado, Simón recibió una fuerte reprimenda: «Que tu dinero sea para tu perdición; pues has pensado que el don de Dios se compra con dinero. En este asunto no tienes tú parte ni herencia, pues tu corazón no es recto delante de Dios. Arrepiéntete de esa maldad y ruega al Señor, a ver si se te perdona ese pensamiento de tu corazón» (Hech 8, 20-22).
De Simón el mago viene la palabra «simonía», uno de los grandes males que siempre afligió a la Iglesia en su largo peregrinar.
¿Qué es la simonía?
La simonía es la compra o venta de cosas sagradas (sacramentos, sacramentales, reliquias o cargos eclesiásticos). También es simonía exigir un pago a cambio de determinadas oraciones.
Se tratan las cosas sagradas como si fueran propiedad particular y por lo tanto se comercia con ellas. Se aprovecha de un poder espiritual para conseguir ganancias de tipo material. En este caso peca el que vende y peca el que compra.
En el pasado
Siempre en el pasado existieron abusos en este aspecto y siempre hubo gente, que se opuso con energía.
En la Edad Media, por el mismo sistema político, los dueños de las tierras consideraban como patrimonio propio los templos, que se encontraban en su territorio, y por lo tanto tenían el derecho de designar a los párrocos y recibir parte del dinero que el pueblo entregaba para el culto.
En algunos casos los cargos eclesiásticos, hasta episcopales, se compraban y vendían, dando origen a un verdadero tráfico de las cosas sagradas y causando un enorme desprestigio para la religión. Precisamente ésta fue una de las causas que llevó a la Reforma Protestante.
Condena de la simonía
En distintas ocasiones la Iglesia levantó la voz en contra de este abuso. Veamos algunas de las intervenciones más importantes.
- Concilio de Calcedonia (451): se condena la simonía en las ordenaciones sacerdotales.
- Inglaterra, Francia e Italia: entre el 1008 y 1048 hubo ocho concilios regionales, en que se trató de este problema.
- Los Papas reformadores Nicolás II (1058 – 1061) y Gregorio VII lucharon para acabar con estos abusos.
- Concilios de Letrán II (1139) y de Trento (1545-1563): se establecen duras penas canónicas para los que caen en este pecado.
¿Y ahora?
También el actual derecho canónico habla claro al respecto: «Quien celebra o recibe un sacramento con simonía, debe ser castigado con entredicho o suspensión» (c. 1380).
Dice un refrán: «Si el río suena, es que agua lleva». Y en este caso, claro que el río suena bastante y por lo tanto es lógico que lleve bastante agua. Solamente que no se aplican las penas canónicas.
¿Por qué?, me pregunto. ¿No será porque la situación ya se les está escapando de las manos a los responsables de la Iglesia? Ni modo, pensarán, hay tan pocos curas y tantas necesidades, de manera que más trabajan, mejor, aunque lo hagan muchas veces por motivos esencialmente económicos.
Y así vemos a curas que se dedican casi exclusivamente a la celebración de los sacramentos, hecha de prisa y muchas veces sin gente, solamente con los que solicitan el servicio. Se paga y ya. Curas que celebran hasta 10 o más misas diarias, como tiroteo de metralleta.
En las misas del domingo, en algunos lugares hay hasta 30 o más intenciones en cada misa y cada una con su respectiva cuota. A veces se leen estas intenciones hasta tres veces durante la misa, restando tiempo a todo lo demás.
Hay lugares en que, con ocasión de la fiesta de San Judas Tadeo, se venden botellitas de agua bendita a setenta pesos cada una, siendo el precio real de unos tres pesos. También se venden imágenes «milagrosas» e imágenes o pedazos de tela, que tocaron la reliquia de tal o cual santo.
«Es lo que le gusta a la gente», es la justificación de muchos. Claro, es la ley de la demanda y la oferta. Se hace lo que pide el cliente y no lo que realmente sirve para el bien espiritual del pueblo. Díganme si esto no es simonía pura.
Por lo que se refiere a las misas, ¿creen que se trata de un auténtico celo apostólico? Entonces, quítenles la recompensa económica y veremos si siguen con el mismo entusiasmo y el mismo ritmo de trabajo.
Cambiar el sistema
Es lo que necesitamos hacer con urgencia, si queremos salir del estado de estancamiento en que nos encontramos. Que la economía no dependa de los sacramentos. ¿Cómo vivir, entonces? Que cada católico practicante se comprometa a dar para el culto una aportación económica mensual y con eso tiene derecho a todos los servicios espirituales, sin ningún otro tipo de tarifa.
¿Y para los que no practican? Nada de sacramentos, ni con dinero ni sin dinero, hasta que no se decidan a volverse practicantes. Haciendo esto, ya se verían las cosas con más claridad, no habiendo de por medio ningún interés de tipo económico. Habría más tiempo para la enseñanza y el pastoreo y fácilmente se admitirían a los diáconos permanentes y a tantos otros ministros más, proporcionando una mejor atención pastoral a los feligreses.
¿Imposible? «Para Dios nada es imposible» (Lc 1, 37). Todo es cuestión de empezar a ventilar el asunto y buscarle una solución. O seguiremos en picada.