Por el padre Jorge Luis Zarazúa Campa, fmap
zarazuajorgeluis@hotmail.com
La Sagrada Escritura nos advierte con claridad sobre la responsabilidad que tenemos ante Dios por cada una de nuestras palabras. En el Evangelio según san Mateo, Jesús nos dice con solemnidad:
“Yo les digo que en el día del juicio los hombres darán cuenta de toda palabra ociosa que hayan dicho. Porque por tus palabras serás justificado y por tus palabras serás condenado” (Mateo 12,36-37).
Estas palabras del Señor nos recuerdan que el don del habla no es algo trivial. Cada expresión que sale de nuestra boca tiene un peso eterno, pues nuestras palabras pueden ser causa de edificación o de ruina, tanto para nosotros como para quienes nos escuchan. Si Dios nos ha dado el don del lenguaje, no es para desperdiciarlo en conversaciones vanas, sino para que glorifiquemos su Nombre y edifiquemos a los demás con verdad y caridad.
¿Qué son las palabras ociosas?
Las palabras ociosas no se refieren únicamente a conversaciones sin importancia, sino a todo aquello que no edifica, que es vacío o incluso dañino. Podemos incluir en esta categoría:
• Murmuraciones y chismes: Dañan la reputación del prójimo, fomentan discordias y pueden destruir comunidades enteras.
• Palabras vanas y sin propósito: Hablar sin sentido o desperdiciar el don del lenguaje en trivialidades sin provecho para el alma.
• Lenguaje vulgar o irrespetuoso: Expresiones que deshonran a Dios y rebajan la dignidad de quienes las pronuncian y de quienes las escuchan.
• Mentiras y engaños: Toda falsedad que distorsiona la verdad y siembra confusión.
• Palabras hirientes o de desprecio: Insultos, críticas destructivas y comentarios malintencionados que dañan el corazón de los demás.
San Pablo nos exhorta en su carta a los Efesios:
“Ninguna palabra dañina salga de su boca, sino solo la que sea buena para edificación, según la necesidad del momento, para que imparta gracia a los que escuchan” (Efesios 4,29).
El poder de la palabra en nuestra vida espiritual
Dios creó el mundo con su palabra (Génesis 1) y nos ha dado el don del habla para comunicar verdad, amor y justicia. No debemos olvidar que nuestras palabras no son neutrales: tienen el poder de edificar o destruir, de sanar o herir, de llevar a otros a la luz o sumirlos en la oscuridad.
Jesús nos recuerda que nuestras palabras son reflejo de lo que hay en nuestro corazón:
“El hombre bueno saca cosas buenas del buen tesoro de su corazón, y el hombre malo saca cosas malas de su mal tesoro. Porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Lucas 6,45).
Si nuestras palabras son llenas de crítica, queja, mentira o enojo, eso revela la pobreza de nuestro interior. Por el contrario, si nuestro lenguaje es limpio, constructivo y lleno de amor, significa que el Espíritu Santo habita en nuestro corazón.
Por lo tanto, vigilar nuestras palabras es un ejercicio de santidad. Quien controla su lengua y sus pensamientos demuestra madurez espiritual y evita caer en faltas que pueden afectar gravemente su relación con Dios y con los demás.
Cómo purificar nuestro lenguaje
La lucha contra las palabras ociosas requiere disciplina espiritual y un profundo deseo de agradar a Dios. Aquí algunas claves para lograrlo:
1. Examen de conciencia diario: Preguntarnos si nuestras palabras han sido edificantes o si hemos caído en murmuraciones, críticas o habladurías. Examinar cómo nuestras conversaciones afectan a quienes nos rodean.
Examen de conciencia sobre nuestras palabras:
• ¿He hablado de otros de manera negativa o he participado en chismes?
• ¿He utilizado palabras que ofenden o deshonran a Dios y a los demás?
• ¿He mentido o distorsionado la verdad en alguna ocasión?
• ¿Mis palabras han sido un reflejo del amor de Dios o han causado dolor a otros?
• ¿He aprovechado mis conversaciones para edificar y alentar a los demás?
2. Oración constante: Pedir a Dios que nos conceda un corazón limpio y un lenguaje que glorifique su Nombre. Podemos repetir con el salmista: “Pon, Señor, una guardia en mi boca, un centinela a la puerta de mis labios” (Salmo 141,3).
3. Evitar ambientes que fomenten el hablar ocioso: Las malas compañías corrompen las buenas costumbres (cf. 1 Corintios 15,33). Si estamos rodeados de chismes, vulgaridades y conversaciones dañinas, es fácil caer en ellas.
4. Practicar el silencio y la prudencia: Muchas veces, es mejor callar que hablar sin sentido. Como dice Proverbios 10,19: “En las muchas palabras no falta pecado, pero el que refrena sus labios es prudente”.
5. Meditar en la Palabra de Dios: Llenar nuestra mente con la verdad de la Escritura para que nuestras palabras sean reflejo de ella. Si nutrimos nuestro interior con la Palabra de Dios, nuestras conversaciones serán reflejo de su sabiduría.
6. Ofrecer nuestras palabras como sacrificio: Podemos hacer el propósito de no decir nada que no glorifique a Dios, ofreciendo nuestras palabras como un acto de amor y reparación.
Conclusión
Nuestra boca debe ser un instrumento de bendición, no de condenación. Jesús nos enseña que cada palabra que pronunciamos tiene un eco en la eternidad. No hay palabra que pase desapercibida ante los ojos de Dios.
Por ello, tomemos en serio esta advertencia del Señor: “De toda palabra ociosa que hablen los hombres, darán cuenta en el día del juicio” (Mateo 12,36). Que nuestras conversaciones sean reflejo del amor de Dios y que, en el día del juicio, nuestras palabras sean testimonio de nuestra fidelidad al Señor.
“Señor, pon una guardia a mi boca; vigila la puerta de mis labios” (Salmo 141,3).