Carta a mi Señor Cura
Lo que un Laico espera del Sacerdote
Muchos sacerdotes son amigos míos; otros constituyen para mí un enigma, porque no soy ya capaz de saber y discernir por qué se hicieron sacerdotes. Podrían haber sido directores de empresa, empleados de banca, secretarios financieros, pequeños comerciantes…
A mí no me corresponde emitir un juicio, porque estoy seguro de que Dios ve lo que yo no veo. Pero tengo expectativas (porque tengo experiencias). Conozco sacerdotes que se dan la «buena vida»: vino, mujeres, eventos culturales (o lo que se considera como tales), muebles de lujo, tapizados de cuero, un espléndido automóvil, los mejores restaurantes, los vinos más caros, muchos cigarros puros… y trastornos circulatorios.
Conozco sacerdotes que son puros tecnócratas del poder; no del poder espiritual, ¡oh no!, sino del poder administrativo, del poder de organización. Cuando los veo, no puedo imaginarme que sean «servidores de los débiles y de los afligidos». «Están al servicio» de los grandes señores de la política, de la sociedad y de la Iglesia. Me da miedo su frialdad glacial (no sólo a mí).
Conozco sacerdotes cuyo ideal, si es que tienen alguno, consiste en no ser identificados ya como tales, en permanecer en el anonimato. Algunas veces hacen esto -¡hay que admitirlo!- por razones que me resultan comprensibles: no quieren seguir siendo los «señores curas», los reverendos y honorables sacerdotes. Pero a menudo lo hacen también porque tienen miedo de no estar a la altura de las esperanzas que la gente deposita en ellos cuando los reconoce como sacerdotes.
Conozco sacerdotes que, con palabras o tácitamente, vienen a considerarnos a nosotros, los laicos, como personas que no somos tan «santos» como ellos. A los laicos nos siguen utilizando, o nos utilizan de vez en cuando, como si fuéramos simples figuras en el tablero de ajedrez de su labor pastoral. Me opongo firmemente a ello cuando me encuentro con tales estrategas. Si me enfurezco, los insulto llamándolos «clérigos fascistas». Luego pido a Dios perdón. Pero es que hay clérigos que se sirven de nosotros, los laicos, como si fuéramos un «material» en sus manos. Algunas veces se asustan cuando les digo que no puedo hacer lo que ellos quieren de mí, porque tengo familia. «¡Pobre de la que sea su ama de llaves!», pienso a menudo.
Pero conozco también sacerdotes a quienes puedo dirigirme cuando tengo ganas de escuchar unas palabras que se me digan con naturalidad, sin segundas intenciones; cuando quiero que unos oídos me escuchen realmente a mí y no se estén escuchando siempre a sí mismos. Son sacerdotes que no han puesto una placa a la puerta de la casa parroquial en la que se diga: «Horas de consulta: de 11 a 12 y de 16 a 17. Rogamos se atengan a este horario, a no ser en casos de extrema urgencia».
Conozco sacerdotes que, en medio de una sociedad opulenta y satisfecha, viven muy sencillamente; no van vestidos de harapos, pero tampoco llevan trajes finos ni corbatas caras. No se avergüenzan de hacer las faenas de la casa ni vacilan, cuando es preciso, en cuidar de los niños de una familia. Conozco sacerdotes que en cada sermón no se están predicando únicamente a sí mismos, ni se celebran a sí mismos en cada acto de culto.
Conozco sacerdotes que cuando dicen «¡hermanos y hermanas!» lo dicen de veras y son dignos de crédito, porque están persuadidos de corazón de ser hermanos de todos. Sin embargo, veo y siento en los sacerdotes -sobre todo en los de mi propio país- demasiada acomodación, muy poca resistencia o –para hablar en términos del Nuevo Testamento- muy pocos indicios de un nuevo nacimiento. En muchas casas parroquiales observo una vida demasiado burguesa, demasiadas barreras de comodidad construidas como muro protector contra las necesidades de aquellos para quienes hay verdaderamente que vivir. He conocido ya a algún párroco que, por no perderse un interesante programa de televisión, no ha acudido al lecho de un moribundo. Resulta increíble, pero ¡no quería que le molestaran! Esto sucedió en plena Iglesia de la República Federal de Alemania. A algunos de esos señores les vendría bien pasar unos cuantos meses en casa de algunos colegas suyos, en los barrios míseros de las grandes ciudades -no sólo del Tercer Mundo-, sin duchas ni inodoros, sin agua caliente ni comodidades domésticas. Esa experiencia -vivida sólo durante unos cuantos meses- les bastaría de momento. Y desde luego ese tiempo les beneficiaría mucho más que tres semanas de vacaciones en un hotel de lujo en Jamaica. No estoy contando cuentos, ¡son realidades!
Pero lo peor para mí es que muchos sacerdotes no conocen la vida real de las familias de sus respectivas comunidades. Cuando se les pide que realicen «visitas domiciliarias», sienten que se les están «pinchando» y fruncen el ceño, empiezan a hacer gestos negativos. Me pongo furioso cuando luego escucho sermones en los que hablan de la vida cristiana en familia, o comentan nuestro estilo de vida como laicos. Y ciertos grupos de sacerdotes harían bien en tener algunas reuniones con familias en vez de estarse lamentando constantemente del propio trabajo o echándose incensadas a sí mismos. Cuando me preguntan acerca de mis experiencias y de lo que espero de los sacerdotes, ¿por qué -digo yo- me pongo tan furioso y me lleno de coraje y desesperación, en vez de sentir paz interior y esperanza?
¿Será «mi ideal» demasiado alto? ¿Será mi «realidad» demasiado ajena a lo que es el mundo? En las clases de religión de una pequeña localidad de la región central de Baden, siendo yo niño, escuché que me inculcaban lo siguiente: «¡Ten en gran estima a los sacerdotes! ¡Los sacerdotes son enviados de Dios!». No, así ya no van la cosas; así no volverán a ir nunca jamás. Pero ¿cómo irán las cosas?, ¿qué es lo que puedo esperar realmente?
Lo primero que yo espero del sacerdote es que me anuncie la Palabra de Dios, no su propia palabra. La condición para ello es que él mismo conozca las Escrituras y que no le resulte extraña la realidad de mi vida, de nuestra vida. Espero del sacerdote que sea modesto y viva con sencillez; que sepa callar cuando otros hablen y que siga teniendo palabras cuando otros enmudezcan. Espero del sacerdote que ore, que sea profundo y que me haga partícipe de sus profundidades cuando yo corro a menudo peligro de meterme de lleno en la superficialidad de la vida cotidiana. Espero de él que tenga tiempo, ahora y mañana, sin fechas fijas marcadas en el calendario, porque creo que la tarea más importante del sacerdote es la de tener tiempo para las personas, siempre que lleguen y le pregunten: «¿Tiene usted un poco de tiempo para mí?». ¡Es el tiempo de Dios! El sacerdote es para mí la garantía del tiempo que Dios tiene para mí. Espero del sacerdote que lea y se haga preguntas; hay muchos que ya no se hacen preguntas y por eso no pueden dar tampoco respuestas. Espero del sacerdote que venga a verme, que venga a ver a nuestra familia; que no aguarde a que nosotros vayamos a verle a él. Espero mucho del sacerdote, quizás demasiado.
Sé perfectamente que mucho de lo que espero tengo que hacerlo también yo mismo. Estoy dispuesto a ello. Me parece especialmente importante que el sacerdote viva personalmente sus propias creencias. Sé que muchos jóvenes que hoy día se sienten inquietos e inseguros buscan credibilidad. La credibilidad es el argumento más vigoroso. Pero esto, a pesar de todas las diferencias teológicas, ¡se nos aplica también a nosotros, los laicos!
Michael Albus.